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Que
los ruidos te perforen los dientes, como una lima de dentista, y la
memoria se te llene de herrumbre, de olores descompuestos y de
palabras rotas.
Que
te crezca, en cada uno de los poros, una pata de araña; que sólo
puedas alimentarte de barajas usadas y que el sueño te reduzca, como
una aplanadora, al espesor de tu retrato.
Que
al salir a la calle, hasta los faroles te corran a patadas; que un
fanatismo irresistible te obligue a prosternarte ante los tachos de
basura y que todos los habitantes de la ciudad te confundan con un
meadero.
Que
cuando quieras decir: “Mi amor”, digas: “Pescado frito”; que
tus manos intenten estrangularte a cada rato, y que en vez de tirar
el cigarrillo, seas tú el que te arrojes en las salivaderas.
Que
tu mujer te engañe hasta con los buzones; que al acostarse junto a
ti, se metamorfosee en sanguijuela, y que después de parir un
cuervo, alumbre una llave inglesa.

(Argentina,
1891-1967)
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